Siempre fui una niña muy inquieta y curiosa, quizás más de lo normal. Creciendo en Valencia, España , tenía muchas hermosas posibilidades de explorar. Además de jugar con mi hermana Silvia, mi primo Carlos y alguna que otra amiga del colegio, recuerdo que sentía una gran fascinación por conocer y experimentar el mundo que me rodeaba. Todos los fines de semana, mi familia y yo nos trasladábamos al chalet, en una urbanización conocida como Los Lagos , porque antaño, cuando llovía torrencialmente, se formaban pequeñas lagunas a los pies de las montañas. La naturaleza me fascinaba y recuerdo acompañar a mi abuelo para recoger hierbas para hacer infusiones, como tomillo, romero, sajolida y té de monete . De vez en cuando, hacía incursiones en solitario, y me adentraba en el monte a explorar.

Recuerdo un domingo que me adentré en el monte con un sombrero de paja y un bastón de los que traía mi abuelo cuando iba a las ferias de los pueblos. Mi curiosidad me llevó a recorrer un camino de arbustos, piedras y pinos. Cuando llevaba un largo recorrido bajo el sol, me encontré con un campo lleno de melocotones. El fruto recién cosechado del árbol tenía un sabor excepcional que sació rápidamente mi sed. Pero lo más sorprendente no fue eso. Para mi sorpresa, a los pies de los árboles me encontré con la colonia más grande jamás imaginada de caracoles. Pareciera que todos los caracoles de los alrededores habían ido, como yo, a saciar su sed. Para dar testimonio de ello, recogí todos los caracoles que pude en mi sombrero de paja. Eran grandes y hermosos, la clase de caracoles que se solían recoger para cocinar. Cuando regresé y se los mostré a mis padres, se quedaron sorprendidos por la cantidad y el tamaño, pero sobre todo contentos de pensar en la cazuela de caracoles que iban a disfrutar. Lamentablemente, el banquete no tuvo lugar, porque cuando los fueron a buscar, yo ya los había liberado, nuevamente por el monte. Mi intención nunca fue convertirlos en un platillo y comerlos, sino maravillarme por su belleza y cantidad. En aquella época yo tendría unos 8 años.

Recuerdo mi infancia como una buscadora nata, asumiendo roles en diferentes etapas. Podía llegar a ser desde investigadora y bióloga, hasta detective o maga. Las situaciones más sencillas se transformaban en mi mente en todo un mundo de posibilidades. Si estaba en el monte observando pájaros, me armaba de unos prismáticos, un cuaderno de dibujo y un libro para identificar las diferentes especies . Era una actividad que me llenaba de una profunda satisfacción y asombro. Aprendí a clasificar distintas especies, llenándome de fascinación, y a través de esta práctica, empecé a comprender la complejidad y la belleza de la vida en todas sus formas.

En ocasiones, de mi interior surgían intuiciones y conocimientos, como si ya hubiera hecho eso antes. Era como si todo esto, en vez de descubrirlo, lo estuviera recordando.

En mi etapa de maga, construí mis propios utensilios y creé mis propios trucos. También llegué a ser científica y hacer experimentos con sustancias que, para sorpresa mía, se vendían en la farmacia. Recuerdo un experimento que en solo una noche, en una pecera rectangular con agua y una mezcla de diferentes sustancias, se creaban estalactitas y estalagmitas de diferentes colores, según las sustancias que utilizaba. Quedó un experimento muy bonito. También recuerdo construir una tienda de campaña sobre un pino, montar guardia por la noche y estudiar el código Morse.

En otra etapa quise ser paleontóloga. Estudié los dinosaurios y salí a explorar en busca de fósiles, sabedora de que los iba a encontrar. Y efectivamente, así fue. Hallé varias piedras fósiles, piedras que pasarían inadvertidas para cualq uier otro, pero que fueron descubiertas con mi ojo investigador. Aún hoy me sorprendo de mis hallazgos.

Estas “coincidencias” me daban la sensación de que nada sucede por casualidad, sino que obedece a un orden preestablecido mucho mayor de nuestra limitada creencia terrenal. Recuerdo la emoción de vivir un sinfín de temas sin límites y todavía hoy me pregunto: ¿de dónde me venía esta creatividad tan distinta de lo común para mi edad? ¿Cómo sabía yo cosas que aún no había aprendido? Mi infancia estuvo marcada por interrogantes que iniciaban nuevas aventuras y donde cada respuesta abría la puerta a una nueva sorpresa.

Esta misma pasión me llevó en ocasiones a desmontar aparatos que ya no funcionaban, como una radio antigua descompuesta que finalmente hice sonar.

Recuerdo la llegada del cometa Halley en 1986. Me compré todo un coleccionable para verlo y estudiarlo. En él regalaban pegatinas en forma de estrellas que se iluminaban por la noche y que yo pegué frente a mi pared, de manera que podía imaginar su trayectoria.

Lamentablemente, también recuerdo en el mismo año, la explosión del cohete Challenger, evento que me conmocionó profundamente.

Fueron tantas y tan fascinantes las actividades de mi infancia, que aún hoy me asombra recordarlas. Lo más entrañable era estar por la noche en el chalet con mi familia, intentando ver ovnis y disfrutar bajo las estrellas, mientras mi padre nos leía el primer libro de la saga del Caballo de Troya o nos contaba historias.

Quizás para los demás estas actividades eran simples pasatiempos. Sin embargo, para mí eran más que eso: eran mis primeros pasos hacia un entendimiento más profundo del universo y de mi lugar en él. Me gustaba mucho el misterio y coleccionaba fascículos de lo desconocido, de la evolución, de la ciencia o de la naturaleza.