En mi camino laboral, tuve la fortuna de trabajar durante años en televisión. En la efervescencia d e las luces y las cámaras, mi vida se desenvolvía con una intensidad y un brillo que, desde fuera, podrían parecer el epítome del éxito. La televisión, ese mundo fascinante y vertiginoso, fue mi hogar, mi escuela y mi campo de batalla durante años.

El inicio de mi carrera no fue un camino de rosas. La televisión, con su ritmo implacable y su constante demanda de innovación y perfección, me puso a prueba en incontables ocasiones. Los horarios, las largas horas de trabajo, la competencia, las relaciones humanas, la exigencia en todo momento, ese ambiente puede quebrar a cualquiera. Pero lejos de desalentarme, cada obstáculo, cada desafío, se convirtió en una oportunidad para aprender, crecer y, sobre todo, para demostrarme a mí misma y a los demás que tenía lo que se necesitaba para superarse en este medio. No era la primera vez, puesto que en el pasado ya me había retado a abandonar y yo siempre seguía adelante, para demostrar que sí podía. Como cuando me dijeron que no servía para estudiar y hoy puedo decir orgullosa que tengo tres carreras profesionales. No hablo de rebeldía, ni de la necesidad de demostrar nada a nadie, sino una convicción interior de que no existen límites arbitrarios.

Con el tiempo, esa mezcla de determinación, talento y pasión por mi trabajo me abrió puertas, me permitió mejorar y escalar en el competitivo mundo de la televisión.

Trabajar en televisión era vivir en un constante estado de excitación. Las jornadas podían ser largas y exhaustivas, pero cada proyecto, cada noticia, cada viaje, cada evento, era una aventura. Sentía que estaba en la cresta de la ola, participando en la creación de algo significativo, algo que podía tocar la vida de las personas, hacerlas pensar, sentir, reír o incluso llorar. La satisfacción de ver un proyecto desde su concepción hasta su emisión y recibir el feedback del público era inigualable. No solo estaba cumpliendo con mi trabajo; estaba contribuyendo a la cultura, la información y, en algunos casos, a la educación de nuestra sociedad.

Pero más allá de la satisfacción profesional, trabajar en televisión me brindó un estilo de vida que nunca había imaginado posible. El buen salario y la posición respetada que había alcanzado me permitían disfrutar de comodidades y experiencias que, en otros tiempos, solo podía soñar. Viajes, eventos, encuentros con personalidades de diferentes ámbitos; todo ello formaba parte de mi día a día, dándome una sensación de logro y plenitud.

Sin embargo, en ese mundo de espejismos y sombras proyectadas, también aprendí lecciones valiosas sobre la naturaleza humana y sobre mí misma. Descubrí la importancia de mantenerme fiel a mis valores y principios, incluso cuando el entorno parecía dictar lo contrario. Aprendí a navegar por las aguas a veces turbulentas de las relaciones profesionales, a negociar, a defender mis ideas y a colaborar con otros para alcanzar un objetivo común. Estas habilidades, forjadas en el calor de innumerables interacciones y desafíos, se convirtieron en parte integral de quien soy, tanto en lo personal como en lo profesional.

Mirando hacia atrás, mi carrera en televisión fue un período de crecimiento incesante, un tiempo donde cada día traía consigo la promesa de nuevos aprendizajes y experiencias. Estaba convencida de que ese era el camino que seguiría por el resto de mi vida, que allí era donde dejaría mi marca, donde contribuiría con algo de valor al mundo. Aspiraba a seguir creciendo, a alcanzar mayores alturas en mi carrera, a seguir siendo una voz influyente en este medio tan poderoso.

Pero lo que no sabía entonces, lo que ninguno de nosotros sabe realmente, es cómo de repente puede cambiar el curso de nuestra vida, cómo un momento, un acontecimiento, puede desencadenar una serie de eventos que nos lleva por un camino completamente diferente. En mi caso, ese cambio vino de la manera más inesperada y desafiante posible. Un día, en la aparente cima de mi carrera y mi vida personal, me encontré frente a un espejo, lavándome la cara, cuando observé una protuberancia en la parte interna de mi brazo. Un bulto que se convertiría en el punto de inflexión de mi existencia, marcando el inicio de mi verdadero despertar.