Este descubrimiento tuvo lugar en los meses de verano y el médico por el que quería ser atendida estaba de vacaciones. Lo que recuerdo fue un peregrinar de consultas y visitas a diversos especialistas, un viaje que osciló entre la esperanza y la frustración ante la falta de un diagnóstico claro. La sensación de estar navegando a ciegas se intensificaba con cada opinión que recibía, sumiéndome en un mar de incertidumbre. Ante ello, mi hermana me aconsejó ir directamente a urgencias del hospital por referencia de mi ciudad. Me pareció un poco exagerado, pero acepté tu propuesta.
Recuerdo cuando fui atendida por un médico joven que me hizo una ecografía. Sin decir nada, cuando terminó salió de la habitación. Al momento, llegó con lo que supuse que era un compañero, que me examinó con el mismo método, mientras entrada, otro y otro y otro, hasta llegar a ser varios lo que observaban la imágen de mostraba mi cuerpo. Finalmente, llegó un médico de mayor edad que echó un vistazo y luego me invitó a esperarme fuera. Aquello me dejó un poco perpleja, porque no sabía qué era lo que habían visto. Cuando escuché mi nombre por el megáfono, volví a entrar y el médico de mayor edad estaba sólo detrás de una mesa. Me senté y me informó que el bulto era un tumor, pero que no me preocupara porque un porcentaje elevado de estos tumores eran benignos, pero que era necesario extraer y analizar el nódulo. La serenidad y seguridad con que me transmitió el procedimiento fueron un faro de esperanza en la creciente oscuridad de la duda. La intervención quirúrgica se realizó sin contratiempos, y el nódulo fue enviado a análisis patológico. Hasta ese momento, mantenía la esperanza de que todo resultaría ser un malentendido, una falsa alarma que pronto quedaría atrás.
Sin embargo, la realidad me golpearía con una fuerza devastadora. La llamada del cirujano, un hecho insólito que ya presagiaba noticias de gran peso, marcó el punto de no retorno. Su voz, cargada de profesionalismo y empatía, me trasladó al otro lado del umbral: tenía linfoma.
A pesar de la gravedad de sus palabras, lo que más me impactó fue la inmediatez con que la noticia transformó mi percepción del mundo y de mí misma. En un instante, pasé de ser una persona preocupada por los desafíos cotidianos de la vida y el trabajo a enfrentar la posibilidad de una lucha por mi propia existencia.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones, preparativos y pruebas adicionales. Cada llamada, cada cita, cada nuevo procedimiento me alejaba más de la persona que solía ser. La rapidez con que el equipo de oncología movilizó recursos y organizó mi plan de tratamiento fue impresionante, pero también un recordatorio constante de la seriedad de mi situación.
Compartir la noticia con mi familia fue, quizás, uno de los momentos más difíciles. El dolor y el miedo reflejados en sus rostros eran espejos de mi propia vulnerabilidad. La carga emocional de ver a mi madre, cuyos recuerdos de la pérdida de su propia madre a causa del cáncer aún estaban frescos, fue abrumadora. Mi lucha se convirtió en nuestra lucha, un camino que recorreríamos juntos, cada uno llevando su propio peso de preocupación y esperanza.
La determinación de seguir adelante, de enfrentar cada día con coraje, se fortaleció con el apoyo incondicional de mi familia y mis amigos. Sin embargo, en los momentos de soledad, cuando el ruido del mundo exterior se apagaba, me encontraba cara a cara con mis miedos más profundos. La posibilidad de no sobrevivir, de dejar atrás sueños sin cumplir y palabras sin decir, se convirtió en una sombra que me acompañaba constantemente. Pero nunca tuve miedo, de alguna manera sabía que no era mi momento, que iba a sobrevivir.
Pero en medio de la tormenta, una voz interior comenzó a hacerse oír, una voz que me recordaba que esta batalla no era solo contra una enfermedad, sino también una oportunidad para redescubrir quién era realmente. No me gusta llamarla batalla, sino más bien, comprensión. Comprender para entender y acompañar la enfermedad. Cada prueba, cada tratamiento, se convirtió en un paso más en el camino hacia una comprensión más profunda de mí misma y de la vida misma.
La lucha contra el linfoma no fue solo una batalla física, sino también emocional y espiritual. Me enseñó sobre la fragilidad de nuestra existencia, pero también sobre la fuerza que podemos encontrar dentro de nosotros y en los demás. Esta experiencia, marcada por el miedo, la incertidumbre y el dolor, fue también una de crecimiento, amor y, en última instancia, de esperanza. Fue el comienzo de mi despertar, el primer paso en un viaje de autodescubrimiento y transformación que cambiaría mi vida de maneras que nunca me habría imaginado.